Justo en el centro de la Plaza Mayor, a medio camino entre la Casa de la Panadería y la Casa de la Carnicería, encontramos la estatua ecuestre del monarca Felipe III. Suele ser el punto en el que los visitantes se paran para observar una panorámica completa del conjunto arquitectónico, además de servir como punto de encuentro.
Se trata de una estatua ecuestre, de esas que abundan en Madrid, pero erigida curiosamente en homenaje a un monarca que tuvo poco de jinete o de militar. Si por algo destaca el recuerdo de Felipe III es precisamente por ordenar la finalización de la Plaza Mayor. Felipe III fue el primer rey español nacido en Madrid (1578) después de que su padre Felipe II convirtiera la villa en capital del reino.

De su época quedan en Madrid numerosos restos monumentales, como el Convento de las Trinitarias en el barrio de las Letras, donde sería enterrado Cervantes. También el Convento de la Encarnación junto al Palacio Real, el Palacio de los Duques de Uceda o de los Consejos, o el Convento de las Carboneras en la plaza del Conde de Miranda, junto a la Plaza de la Villa. Pero su obra más popular ha sido quizá la Plaza Mayor, iniciada durante el reinado de su padre. La terminación de las obras necesitó de un nuevo impulso, del que se encargó Felipe III entre 1617 y 1619.
La escultura llegó a Madrid en 1616 y se instaló provisionalmente junto al Alcázar. Un año más tarde encontró acomodo frente al Palacete de la Casa de Campo, en los jardines del Reservado. En esta ubicación permaneció hasta que en 1846 el escritor Mesonero Romanos, siendo concejal del Ayuntamiento de Madrid, propuso a la Casa Real su traslado a la Plaza Mayor, por haber sido ésta terminada bajo su mandato.
Una estatua con mal olor
La estatua ecuestre del monarca Felipe III, además de coronar la Plaza Mayor, tiene una curiosa historia a sus espaldas. La estatua pesa cinco toneladas y media, y llegó a Madrid en el año 1616 tras un largo viaje desde Florencia. Se instaló de manera provisional en el llamado jardín del Reservado en el alcázar y un año después se trasladó a los jardines de la Casa de Campo. Aquí se mantuvo hasta el 1848. Año en el que Isabel II decidió llevarla a la Plaza Mayor.
Una vez situada en la Plaza Mayor, con el paso de los años comenzó a oler de forma nauseabunda en los alrededores de la estatua, justo en el centro de la plaza. Surgieron incluso todo tipo de teorías disparatadas, entre las que destaca un antiguo cementerio visigodo sobre el que se alzaba la Plaza y cuyo olor a cadáveres aún persistía.

El origen del mal olor no se descubrió hasta 1931, cuando un grupo de republicanos, tras proclamarse la II República, llegaron a la plaza para poner un “petardo” dentro de la boca de la escultura. Al explotar, se descubrió que el mal olor venía de miles de huesos y cuerpos putrefactos de gorriones que durante siglos habían entrado por los orificios de la nariz y la boca y al intentar salir de la panza del caballo morían en la oscuridad; convirtiéndose la estatua en un auténtico cementerio de gorriones. La estatua fue restaurada tras la Guerra Civil por el escultor Juan Cristóbal, que esta vez selló la boca y los orificios de la nariz del caballo.